jueves, 4 de diciembre de 2014

Atrapado

"...Y es ese mismo tipo de personas las que escriben sobre papel pautado..."
Julio Cortázar 
Un camino polvoriento con piedras aquí y allá, se abría frente a mí. El alumbrado público me lo mostraba, pero se apagaba intermitentemente, como solía suceder en pueblos rezagados. Mi perro movía la cola en compaces marcados contra la tela de mi pantalón de mezclilla.
Emprendíamos la ruta de siempre, encaminados a una de las vetustas haciendas de adobe (o lo que quedaba de ellas), del lugar . No tardaríamos mucho, la vieja hacienda quedaba a unos 10 minutos de casa y habíamos partido hacía allá más o menos hace unos 6.
No llevaba reloj, pensaba que llevarlo era una transgresión a la magia del paisaje etéreo, una falta de respeto a los árboles, una cachetada al viento que movía sus ramas con brío fantasmal. No hay prisas, no hay nada, sólo un leve ajetreo, sólo el difuso saber que dentro de un poco podremos observarla desfilar en el horizonte, iluminada vagamente por la lívida luz del crepúsculo en sus paredes y desgastadas bóvedas de tierra, como un castillo viejo e intemporal.
Sentir el metrónomo en forma de perro que avanzaba junto a mí, golpeando mi pantalón a intervalos. Cerrando momentos más largos, observar el alumbrado público que se apaga y se enciende, como alguien que no puede pegar el ojo porque tiene algo que hacer y se duerme y trabaja, sin hacer una de las dos tareas en realidad.
Aquí no existían los épicos tañidos de campanas ni las agujas de reloj que pinchan el tiempo a dosis continuas. Sin embargo sabía que estábamos a unos cuantos parpadeos de luz del muro principal.
Nos topamos con el muro, manchado con pequeñas ventanas de herrería oxidada, y con una maciza puerta de madera hundida en el lento y silencioso decaimiento de la soledad. Murallas de adobe carcomidas e infestadas de telarañas que flotaban tristes en un aire casi intemporal, marcado solamente por la luz que se prendía y se apagaba en un devenir casi imperceptible.
La noche avanzaba y los intervalos de luz-oscuridad eran más contrastantes a cada parpadeo. Espacios de tiempo de entera oscuridad y otros pincelados por una luz impotente, la noche se comía a la luz poco a poco y el vaivén jugaba con mis ojos, oscuridad, luz, oscuridad, luz. El reflejo del muro se pegaba a mis retinas y después de varias veces consideré que siempre estaba ahí para que la observara aunque la luz se escondiera. ¿Pero era la misma imagen en la oscuridad que la que veía entre la luz? ¿Era ésta sórdida luz engañosa? ¿Me mostraría siempre las mismas grietas?
La luz se encendió una vez más y un ruido rompió mi estado de obnubilación, un golpeteo de patas sobre la tierra, la puerta principal dando un crujido. Era mi perro, que seguramente había olfateado a una banda de coyotes y había salido a su búsqueda y persecusión. Desesperado, crucé por la puerta principal oyendo como tronaba a mis espaldas estrepitosamente y me apuré a llegar al edificio, donde vi escurrirse y desaparecer una cola, las luces se apagaron. Ciego y adentro, un ruido sofocado se escuchó, era un aullido tremendo proferido por una creatura que con seguridad fue asesinada o lastimada gravemente pero casi mudo como escuchado desde la lejanía, como si fuera tragado por la oscuridad. Se hizo un nudo en mi estómago y grité pero no logré gritar nada, mi voz atrapada en el vacío.
Estiré mis brazos y mientras caminaba intenté tocar la pared con la palma de mis manos, nada.
Esperé a que la luz volviera a encenderse, nada.
Miré hacia arriba esperando a que el techo del lugar, derrumpado por el intempestuoso tiempo me permitiera ver las estrellas, pero sobre mí había sólo un techo sin estrellas.
"Aquí no existen los épicos tañidos de campanas ni las agujas de reloj que pinchaban el tiempo a dosis continuas."
Seguí caminando con mis palmas al frente, esperando un muro, mirando hacia arriba por si alguna estrella aparecía y esperando que alguna cola o una nariz helada tocara mi pantalón. Gritar era estúpido.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Un Móvil Perpetuo

Siente el peso de la continuidad, el descarado presente con su devenir infinito. Los móviles perpetuos son y serán siempre joyas lógicas de nuestra cultura humana, la perfección de un juego interminable donde no existe un cambio, un juego sin un final... ¿Diversión infinita?

Imaginemos entonces un móvil perpetuo, el cual nosotros por libre elección hemos comenzado sin darnos cuenta, dando el primer empujón. Una gorda sobre una banda en movimiento; vestida con ropa moderna (moderna quiere decir: completamente ajustada).

Detrás de la banda un hombre gordo, mórbido con cabello y bello por todas partes con dimensiones exageradas y aspecto simiesco, estirando el brazo lo más que puede cada vez que la gorda se retrasa. En la parte de enfrente, puesta sobre el tablero, una televisión con pornografía masculina.


Fuera de la escena, un público de hombres y mujeres rie, cada uno de ellos corriendo sobre sus respectivas máquinas. Fuera de la escena de la escena fuera de la escena, nosotros observamos; pero no sabemos si reir o llorar.

¿Es la sociedad un móvil perfecto?

sábado, 16 de agosto de 2014

Marcus Kink

Para todos mis lectores:

No existe peor lugar que éste en el cual me encuentro, el limbo de todo lo existente de todo lo que percibo y percibiré alguna vez e incluso de mi más bizarra y terrible imaginación.
Lo que se puede decir sobre éste lugar no es más que lo puramente trivial, la vista no representa nada más allá que lo que nuestro intelecto consciente es capaz de decirnos. El lugar es esencia una casa, una vieja casa de arquitectura Mexicana, de ladrillos rojos y ventanas cuadradas, inmueble que no hace mucha diferencia con sus coetáneos.
Son los sucesos su especialidad, la verdadera esencia que se oculta entre las paredes y que está sólo a unos pasos de la puerta. He escuchado que cada vez que un huésped nuevo la utiliza, un comerciante de un lugar lejano (que es el actual propietario) investiga como trabajo de tiempo completo el origen y la verdad sobre el arrendatario. Lo hace de manera tan ardua que el resultado del trabajo es aterrorizante.
Conseguí el contacto hace un tiempo, mis críticas sobre los más prominentes autores de terror enojó a la mayoría de mi público, (como tienden a serlo la mayoría de las multitudes) se mostraban dogmático con sus ídolos. Como consecuencia de mi descaro, una nota de pronto apareció sobre el escritorio de mi oficina.
Firmada por un nombre que desconocía, el sobre contenía un reto en su más puro estado: me desafiaba a pasar una noche en la casa que apenas mencioné y que me es prohibido mencionarles más. El miedo me acongoja y sé que quienes me han hecho esto no dudarán en matarme si es que develo su macabra obra, aunque ahora la muerte es lo que menos temo, me consume la idea de quedar atrapado más tiempo en este lugar.
Cuando la carta llegó a mi escritorio y cuando me atacó como comentario en las columnas de mi propia sección... temí poco, el ataque era público y venía con una dirección firmada por el autor para evitar malos entendidos. Investigué primero con un amigo el nombre y la dirección. Marcus Kink, un hombre de ascendencia gringa, solitario que trabaja en una biblioteca y… la dirección: una casa vieja localizada en un pueblito. ¡Oh Alas! Ni el nombre de ese pueblito le será permitido escuchar.
No pensé, viajé ahí sin reparos imaginándome una gran ventura y al entrar a la casa… al entrar a la casa, me encuentro con un salón ancho, de baldosas blancas y negras como casillas de ajedrez y con un objeto cúbico sobre una mesa en el centro.
Lo observé un rato y vi en sus rasgos unos repujados bellísimos realizados cuidadosamente por la mano de un hábil artesano de tiempos arcanos. Una mezcla de hebreo cabalístico y rara alquimia notábase entre sus más finos detalles. Mi emoción me volvía un discípulo perdido de Paracelsus o de Agrippa en tiempos más viejos que la historia misma, donde el misterio de todo se perdía entre las blancas paredes de la soledad.
Una curiosidad se mezcló con mi emoción y al tocarlo, vi pasar cada uno de mis más terribles miedos detrás de mis ojos. Sentí cómo justo en la más ínfima parte de mi cabeza unos pequeñísimos engranes chocaban y producían un terrible dolor. Al mismo tiempo el miedo me mareaba y paralizaba aunque sabía que los hechos sucedidos dentro de mí eran totalmente falsos, mi concepto de la realidad tendía a la ambigüedad y descontrolado por la sensación, huí ahí de inmediato. Cogí mi coché y me largué lo más rápido que pude.
Ese comerciante foráneo, no es más que un traficante de terror y odio, es la más pura esencia de los mecanismos humanos que controlan el arte del miedo él ha vendido mi alma él ha destrozado mi psique y la ha convertido en eso… Eso es lo que veo todas las noches, es lo que sueño desde que me han convencido de ir a ese horrible lugar y es ahí donde viaja mi mente cuando tengo oportunidad de correr por los largos prados de la imaginación, es mi vida ahora.
La razón de este texto es para hacer un homenaje a Marcus Kink, el gran padre del terror, la gran figura que todo amante de este género espera ver (claro sólo cuando es un necio) para sentir qué es lo que realmente es no tener tripas y no poder respirar más que los eternos suspiros del sufrimiento.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Box

Tengo un cofre, guarnecido con barras hierro por las aristas, perfectamente remachado, fortalecido de esquina a esquina. Podría ser el castillo defensor más potente en la caja de juguetes de un niño, pues para su pequeño tamaño es un imponente objeto. Lo he abierto varias veces pero nunca recuerdo en sí qué es lo que guardo allí.

Lo he abierto muchas veces eso sí, he perdido la cuenta, pero lo recuerdo, puedo recordar con facilidad todo lo que he hecho con ese cofre pero no lo que lleva dentro. Estoy cien por ciento seguro que tiene más cosas de las que aparenta en sus dimensiones, pues mi suposición es que cuando entran ahí… jamás vuelven y dejan de existir como nosotros las conocemos. Dejamos de conocerlas en sí. Es una puerta pequeñísima a otra dimensión, a una dimensión que no conocemos y que quizá alguna vez conocimos.

Escribo esto porque dentro de poco dejaré de conocer el cofre y lo que he metido en él, todo se perderá entre sus palabras, frases, pequeños pasadizos, sus amplias calles, grandes edificaciones, rostros, árboles, estrellas, galaxias, constelaciones, universos todos negros de amargo olvido. Antes de que mi mundo colapse y muera por lo que he metido ahí adentro respóndeme... ¿Este lugar donde vivo está dentro de tu cofre?

martes, 10 de diciembre de 2013

El museo de ejemplos


El solitario señor azul, con la barba mojada con salsa de tomate y cubierta de polvo. Recargado, con los codos sobre la mesa, parece que ha pasado así más de cien años. Tiene sus pestañas rizadas, entre éstas se puede apreciar pequeñas telarañas, sus ojos secos y rojos, su cabello que con un soplido caería al suelo y su boca abierta donde de vez en cuando se asoma una tarántula. En la mesa con una placa de bronce, brillan las letras negras con la inscripción: “Ejemplo de pusilanimidad”
Esta pieza de arte o de historia (yo no sabría cómo llamarle en realidad), se encontraba en un museo de bizarras características, una casa vieja, como aquellas que encuentras en México abandonadas, con paredes de adobe y casi demolidas por el tiempo.
Maestría artística e histórica es lo que se puede decir de este lugar, donde nos muestran las imágenes de la vida diaria como deberían de ser, grotescas, extravagantes, cubiertas con el polvo, acciones que mueren a cada segundo y se las lleva el viento. Algunos dicen que estamos hechos de acciones.
El maestro embalsamador no comparte esa idea, él piensa ante todo que nosotros las guardamos y que si embalsamáramos a cada una de las personas y las dejáramos en la misma posición en que murieron, sabríamos todo de ellas.
Volviendo al señor azul, él murió esperando en la mesa de su cocina, esperando a que una mujer llegara, desafortunadamente, la mujer moderna ya no es de aquellas que viven en la cocina y sirven a un hombre. Tuvo que vivir con esa idea y morir también.

Si sigues derecho por la sala donde está el hombre azul verás al maestro embalsamador, quien se embalsamó a sí mismo.

martes, 3 de diciembre de 2013

Cornelio M.


Reina la oscuridad, alguien se aclara la garganta. Luces enfocadas al centro del anfiteatro, justo en medio de la escena. Un hombre de frac, zapatos de charol y las manos detrás  aparece con la luz del reflector.
—Bueno… ¡Damas y Caballeros! Bienvenidos a la obra de Mister Daniel Bo… —Aparece un sujeto detrás del telón que susurra a su oído—. Oh, oh… ¡rayos y centellas! en serio disculpen…  El Pony anónimo. El Pony anónimo está harto de escribir historias en los que reinan los narradores en primera persona y el subjetivismo, por lo que los ha citado a todo en este maravilloso teatro, donde narrará uno de sus primeros cuentos en narrador omnisciente, o al menos extradiegético.
Un hombre aparece  por el extremo derecho de la escena, un hombre de cabellos peinados, nariz recta, paso altivo. El reflector lo sigue hasta que se para en medio del teatro.
—Yo no puedo, por nada del mundo… narrar una obra que esté ambientado en este horrible patio… ¡hay mejores sitios en este teatro!—.
Corrió y se abrió paso entre la multitud. Empujó a hombres gordos, flacos, altos, bajos, de barbas gigantescas, viejos, te empujó a ti  y se perdió entre la multitud.
Todo quedó en silencio y oscuridad, y de un momento a otro se marcharon del lugar y quedaron maravillados porque nunca pudieron salir. De hecho Cornelio M. quien se abrió paso en la multitud, llena de humanidad y después cruzó entre los bosques, montañas, rocas, selvas, desiertos y ríos. Acechaba ahora casas, en busca de buenas historias.
Luego de estar mirando por un rato montones de casas de diferentes formas y tamaños, se percató que lo miraban desde los falsos interiores… río en su interior, pues era obvio que les incomodaba sobremanera el vivir en un teatro.

—Era necesario que se los dijera— se dijo a sí mismo—Nada mejor que la historia de uno locos paranoicos encerrados en un teatro gigantesco—Soltó una risotada maniática y aguda y se echó en el césped de una casa, prendió un cigarro y miró a las estrellas.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Breakneck Speed

Breakneck Speed
"But it's good to be back... it's good to be back, it's good to be... back."
Tokyo Police Club - Breakneck Speed

Era realmente difícil saber qué es lo que había sucedido con mi amigo Jimmy, no lo había visto desde que trabajábamos en nuestro barrio ¿Pueden creerlo? Han pasado años enteros, al fin treinta y con un título de universidad.
Eso era el trato con el juez, me titulaba y me volvía un profesionista y sería libre; de vigilancia y todo, había una condición sin embargo. No debía acercarme a Jimmy otra vez.
En principio fue un trabajo realmente fácil, una nueva vida, el trabajo, gozar de libertad, no preocuparse en donde tener que dormir en la noche, visitar museos, bibliotecas, hacer la despensa, bañarse, leer, ver la tele, en fin… un nuevo orden. Pero después de meses, mi curiosidad por la suerte de mi viejo amigo pronto ocupó mis momentos de ocio. Ya no podía concentrarme en las lecturas nocturnas ni en las noticias matutinas.
Atormentante, era la palabra. No tenía atención en las cosas triviales, todo me recordaba los viejos tiempos, aun cuando en mi memoria llegaban a ser muy difusos, recordaba de eso, sólo lo más importante y en poco tiempo la reflexión sobre mi amigo llegó a abarcar incluso mis actividades profesionales. En breve, perdí mi cordura ante la tentación y rompí la promesa.
Todos los fines de semana comenzaban mis búsquedas por el principio de mis tiempos, en aquél barrio viejo con acabado en obras negras, donde el olor a alcantarillas es latente y los perros vagan por las calles; sucios y sarnosos. Preguntaba por aquí y por allá por los nombres del que fue mi mejor amigo y aquél que fue mi jefe. Desistí al preguntar por Jimmy, pues las personas no querían responder nada que tuviera que ver con él y entonces sólo insistí por la información del carnicero, el tutor de Jim.
Él era un viejo drogadicto que acogió a Jim como a su hijo, le había dado casa y comida por cazar a los perros, ratas y gatos del barrio y llevarlos a su local, para cortarlos y venderlos por pieza.
La gente hambrienta que le compraba al carnicero no se percataba del sabor de sus propias mascotas, no se preguntaban siquiera qué estaban comiendo, de hecho mencionaban frecuentemente que la carne que tenía Héctor (ese era su nombre) era la más rica que se podía encontrar en el lugar. La gente tuvo gran suerte de no caer enferma o al menos nunca se atribuyó a nuestra culpa la salud de la gente.
Tiempo después de haber ejercido el oficio acabamos con todo animal vivo del vecindario, sin contar a  las ratas, que eran una ganancia pobre y además difícil de encontrar. Jim estaba desesperado (Pues no habíamos comido por días) tuvo uno de sus planes más retorcidos, grotescos, lamentables y el escenario estaba justo en ese momento frente a mí, era el único lugar en el que no había buscado pruebas, tal vez por miedo.
Era una edificación gris de numerosos pisos con un aplanado que se caía al contacto con el dedo, dejando al descubierto una burda pared de tabicón. Eran las 12:00 horas PM cuando entré ahí caminando por una esquina del edificio que ya no tenía pared, la sombra me cubrió en breve.
La penumbra era abrasadora, apenas se podían distinguir los objetos en los pasillos, por lo que era pesado el caminar sin tropezar con los escombros regados en el piso. Caminé por minutos a tientas hasta llegar a un salón iluminado levemente por un cubo de luz que se encontraba en el centro del edificio. Había un hombre, en una de las esquinas del lugar, sentado, con la cabeza entre las rodillas.
Me acerqué poco a poco, haciendo tronar los escombros a mis pies, a cada paso y tendí mi mano sobre su hombro.
—Héctor…—Tenía la clara idea de que era el carnicero, pues ya cerca pude ver sus canas— ¿Eres tú Héctor?
Levantó la cabeza y pude ver la triste cara de mi viejo amigo, el que cazaba animales conmigo, en un cuerpo que no le recordaba, parecía haber cambiado demasiado, estaba flaco y lastimado, como si el tiempo solamente lo castigara a él.
— ¡Maldición Jimmy! —Grité escandalizado— ¿¡Qué es lo que te ha pasado?!
—Escucha, debes de salir de aquí—Se incorporó y miró a su reloj— ¡No sabes lo que intentan! —Me empujó de una de las piernas.
— ¿Pero de qué hablas? ¿Quién te ha hecho qué?
— ¡No es el momento, debes irte, debes salir de aquí! —
Me senté junto él. —Yo no saldré de aquí hasta que me digas que mierda sucede.
Me miró fijamente, con ojos que no eran suyos, unos ojos verdes, profundos.
— ¿Cómo empezar? —Dijo lanzando un suspiro—Yo ya no soy yo, cuando nos arrestaron y separaron, luego de matar a los hermanos huérfanos que vivían aquí y hacerle una fortuna a Héctor por la venta de órganos y delatar a los misteriosos asesinos, fui tachado de psicópata altamente peligroso y llevado por hombres de negro a lugares que en realidad están sólo marcados en mi memoria de una manera brumosa. —
—Tal vez no recuerde bien qué es lo que me hicieron, pero de algo estoy seguro. —Dio una pausa y me miró con profunda tristeza, acercándome por el cuello de la camisa— ¡Tengo recuerdos que no son míos! Pastos verdes regados por aspersores bañados al sol en los suburbios, mi fiesta de graduación de la preparatoria con una mujer rubia, mi primer beso en un lugar que desconozco completamente, palabras y entonaciones al hablar que nunca había usado… todo ahora está en mi cerebro.
—Y eso… no es lo peor, parece como si yo con mi imaginación hubiera dado al blanco, pues hablando con personas por pura intuición, los  encuentro víctimas del mismo proyecto. ¡Están cambiando nuestras partes del cuerpo como si fueran refacciones de un vocho! Y esa intuición es la misma por la que nos reconocemos, porque somos completamente diferentes a como éramos antes y sin embargo nuestro pasado sale y busca a aquellos que son como nosotros, por eso te prohibieron verte conmigo, saber la verdad.
—Este es lo que buscas: cambian nuestros cerebros por los de la morgue, por aquellos ciudadanos que jamás hubieran dado su dignidad por supervivencia, aquellos que hubieran muerto en nuestras situaciones… esa esa es la manera en la que intentan aplacarnos a su sistema…
—Pero… definitivamente olvidaron algo…—Se señala al pecho y suspira. Algo comienza a sacudir el edificio, caen escombros del techo y las paredes tiran su aplanado, él  mira a su reloj en seguida—Ya es la hora, más vale que te apures…—
Otra vez se sacude el edificio, algunas paredes falsas caen, yo, entre la oscuridad de los pasillos tropiezo un par de veces, pero logro salir y ver cómo el edificio se derrumba desde afuera, golpeado por la bola de un trascabo.


De vuelta a mi casa, luego de horas de caminar y líneas de autobús, abro la puerta con un leve empujón y hay un hombre de negro sentado en mi sofá, me sonríe, yo le sonrío.