El solitario señor azul, con la barba mojada con salsa de tomate y cubierta
de polvo. Recargado, con los codos sobre la mesa, parece que ha pasado así más
de cien años. Tiene sus pestañas rizadas, entre éstas se puede apreciar
pequeñas telarañas, sus ojos secos y rojos, su cabello que con un soplido
caería al suelo y su boca abierta donde de vez en cuando se asoma una
tarántula. En la mesa con una placa de bronce, brillan las letras negras con la
inscripción: “Ejemplo de pusilanimidad”
Esta pieza de arte o de historia (yo no sabría cómo llamarle en realidad),
se encontraba en un museo de bizarras características, una casa vieja, como
aquellas que encuentras en México abandonadas, con paredes de adobe y casi
demolidas por el tiempo.
Maestría artística e histórica es lo que se puede decir de este lugar,
donde nos muestran las imágenes de la vida diaria como deberían de ser, grotescas, extravagantes, cubiertas con el polvo, acciones que mueren a cada segundo y se las
lleva el viento. Algunos dicen que estamos hechos de acciones.
El maestro embalsamador no comparte esa idea, él piensa ante todo que
nosotros las guardamos y que si embalsamáramos a cada una de las personas y las
dejáramos en la misma posición en que murieron, sabríamos todo de ellas.
Volviendo al señor azul, él murió esperando en la mesa de su cocina,
esperando a que una mujer llegara, desafortunadamente, la mujer moderna ya no
es de aquellas que viven en la cocina y sirven a un hombre. Tuvo que vivir con
esa idea y morir también.
Si sigues derecho por la sala donde está el hombre azul verás al maestro
embalsamador, quien se embalsamó a sí mismo.
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