viernes, 12 de julio de 2013

Frederick Roms


Recogió su pisapapeles de geoda y lo puso dentro de su caja, era en definitiva el último objeto  que le faltaba por recoger de su escritorio. Miró por última vez su cubículo vacío, con sus gigantescos lagos de luz que estaban en el suelo, su escritorio de roble y la alfombra de color rojo. Apagó el aire acondicionado dando un leve suspiro y salió cabizbajo por la puerta, absorto. Dio media vuelta y vio a Frederick Roms, el ocupante de uno de los cubículos laterales apoyándose en el marco de la puerta.
—Nunca confiaste en el sistema—Chasqueó la boca varias veces—Nunca te adaptaste a él.
— ¡Es muy fácil hacerlo! Yo no quería el mismo trabajo que los otros, nada es como ganar algo más que sucio dinero.
—Otra vez tú y el tema de los billetes blancos—Dio un gesto desaprobatorio con la cabeza y sin que pudiera su interlocutor replicar agregó—Nada es cansarte mucho más también.
—Son mis intereses filantrópicos…, muy respetables.
— ¡Aquí tus intereses filantrópicos valen un comino amigo!—Le puso el dedo en el pecho—Te debería importar solamente la felicidad de tuse  familia.
—Me abandonaron—replicó con gesto triste—pero creo que está mejor así.
—No, no es mejor así… así es como los crían, esperando un mejor lugar, proporcionado por el dinero, tu esposa, hermoso clavel de ojos marrones, princesa dulce de un castillo indudable, era mantenida por el trabajo duro de tus espaldas y frentes que se rompían todos los días cual cristal delicado y que buscando las caricias de su tersa piel de fino color blanco… encuentras fría cerámica, cual alcancía de hermosa cerdita, metes monedas en su espalda, penetrando hasta el fondo, creando un placer delicioso, pero cambiando tu interior como el de ella. Es la vida hermano, trabajando por la espiritualidad, como se hace naturalmente.
La oficina, en la que resaltaban mesas colocadas con máquinas telefónicas empezó a titilar en luces de muchísimos colores y formas que se dibujaban sobre cada uno de los miles de escritorios enfilados en la sala.
Todo se hacía más alegre, el muchacho que resignado, lustraba los vidrios en una plataforma colgante se había vuelto un mimo que limpiaba una ventana del lado opuesto de donde en realidad se encontraba.
 Se veía más claro y las cosas cobraban un sentido especial, de repente se explotaba en un clímax y entraba una banda de guerra por el ascensor, haciendo más o menos el trabajo que hace naturalmente un Volkswagen lleno de payasos; escupiendo gente y más gente. Los soldaditos, con caras pintadas como payasos, con manos de músicos, con pies de atletas, con voces de niño y aliento alcohólico entraron dando tamborazos con fuerza implacable, con tanta fuerza que los tambores eran cañones y las trompetas sonaban como gritos de dolor.
Frederick Roms, tenía la boca abierta como si estuviera hablando pero en realidad no se lograba oír nada de nada, los estrafalarios y deliciosos clamores del desfile enervaban el alma y gustaban las pupilas.
La música y las formas que se dibujaban en el aire empezaron a alcanzar su clímax haciendo todo más rápido y frenético, inundando el ambiente con una locura impresionante, los cañonazos retumbaban y con frecuencias sónicas altísimas agujereaban las paredes y rompían las ventanas.
Los focos empezaban su ajetreo epiléptico y mientras los tambores retumbaban como locos, las cabezas de las operadoras y máquinas vibraron con gran afán hasta que volaron y explotaron en el aire con un fuego que era parecido a un coloide que se mantuvo en el aire difuminándose cuidadosamente.
Los labios de Frederick Roms era la voz del carnaval enloquecido, los unicornios que infames y dolidos, desterrados de su lugar original, rompieron con la realidad y volaron a la inexistencia.
Los labios de Frederick Roms eran la voz del desamparado, del ignominioso desterrado del lugar de caoba perfumada.
Los labios de Frederick Roms olían a arrabal y se sentían como beso de prostituta, tan ilegítimo como todos quisieran, tan irreal como todos pretendemos que es.
Los labios de Frederick Roms olían a mí, olían a mi esencia adormilada, a mi deseo de superar mi estado de aletargamiento, que como todos los demás, miraba como el cielo se volvía roca y súbitamente todos vivíamos bajo la tierra.
Los labios de Frederick Roms, pararon y todo terminó, el desfile acabó y los fuegos artificiales estaban agotados, era tiempo de llevarse las cosas a casa.
—Frederick ¿Me acompañarías?
—Hasta el fin del mundo, ¡Vámonos!
Tomaron el ascensor hacia el primer piso, donde todo estaba como un cementerio y reinaba el mutismo. Dejó su sobre de renuncia y caminó por el umbral de la puerta acristalada de entrada.
—Deténgase, ¡Deje sus cosas sobre el suelo! —Dijeron casi al unísono un cuerpo especial de policías que sostenían armas automáticas de alto calibre—Está usted arrestado, Frederick Roms.
— ¡Espere, espere…! ¡Ese no soy yo!—Dijo desesperado con la mejilla sobre el suelo—Ese es mi amigo el que está….

Miró a todas direcciones y no encontró a absolutamente nadie en un radio 100 metros. No encontró más que policías, carros de policía y árboles con las iniciales del a compañía que había abandonado.

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